Marruecos me duele

El encanto de la medina de Marraquech, con sus imbricadas callejuelas y los edificios ocres que dan fe de cómo se debió vivir antaño en la ciudad imperial, se convirtió en una peligrosa trampa cuando el temblor del viernes por la noche sacudió paredes y techos, restaurantes perfumados de especias, las tiendas de artesanía con alfombras colgando en sus patios interiores, riads de altos zócalos de azulejos policromos. Ya han fallecido más de mil personas y hay centenares de heridos graves. Vemos a los turistas desconcertados, descubriendo una vez más una sociedad marroquí en apariencia caótica y desorganizada que, si sigue siendo como yo la conocí, también tiene la extraña capacidad de aglutinarse en momentos trágicos como este para el socorro mutuo. Tal vez porque la familia, el grupo, el barrio y el pueblo siguen siendo las más sólidas estructuras de apoyo, mucho más fiables que el mahzen. O porque hablamos de un país con una estructura estatal mínima en la que muchos ciudadanos no tienen acceso a la sanidad por no poder pagársela. Por esto, si una catástrofe natural es un desastre humano siempre, en los casos en que asola sitios que ya padecen déficits estructurales, la sensación de impotencia y desamparo es todavía más abrumadora.

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